domingo, 19 de octubre de 2014

Solía entonces la gente morirse de otra manera: el muerto estaba vivo todo el tiempo, recostado en su lecho, en la alcoba más oculta de la casa, y veía cómo se iba pudriendo poco a poco. Los amigos y los allegados, tras manifestar las condolencias a la familia, pasaban para conversar con el difunto y éste respondía quejumbroso a todos los cumplidos e iba explicando, a la vez que mostraba el cuerpo, cómo desde ayer se le estaba pudriendo ya una mano, una parte de la mejilla, de qué forma siente que sus entrañas se vuelven líquidas y en qué modo no somos nadie.

Era también costumbre, así como hoy se le da el pésame a los más cercanos, darle el pégame al difunto. Consistía esta costumbre en acercarse al muerto, agachar el cuello y decir “¡Pégame!”, a lo que el finado respondía con un pescozón que pretendía simbolizar la sumisión de los vivos al rencor que supuestamente debía de sentir el ausente por todas aquellas faltas que aquéllos hubieran podido cometer.

El velatorio podía durar semanas en los lugares más húmedos y meses en las latitudes más secas hasta que el corromper de la carne había terminado y quedaba en su lugar un esqueleto que ya no hablaba y que era desarmado con mucho cuidado por los vecinos e introducido en una bolsa de seda. Más tarde, tras la ceremonia religiosa de despedida, se esparcían las piezas de su carcasa por los alrededores del pueblo.

Si algún santo no se corrompía con el paso de los años, se le llevaba a un nicho abierto en la pared del templo y desde allí daba consejos de santidad a los que fuesen a rezarle. Algunos eran especialmente habladores. Los había más reservados. En muchos casos se encontraba algún santo con vocabulario soez que respondía con monosílabos desganados a los feligreses y maldecía su situación de muerto incorrupto. Estos eran los falsos santos a los que en asamblea la villa decidía echar del templo y llevarlos a espacios no benditos, como cuevas en las que se llegaban a agrupar decenas de esos cuerpos que conversaban entre ellos y eran atendidos por un hombre designado a tal fin por el sacerdote. Este funcionario golpeaba con un mimbre a los muertos que gritasen o profiriesen palabras en extremo blasfemas, hasta que se apaciguaban y ya sólo se limitaban a gruñir molestos y, algunos, conseguían entonces un estado de duermevela durante el cual odiaban profundamente su muerte y anhelaban un solo instante de muerte verdadera, o un pedazo de vida, o que los deshiciesen en pedazos para abandonar por fin ese aburrimiento infinito.

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