sábado, 18 de abril de 2015

Cuando las margaritas y los búhos habitaban la tierra junto a los dinosaurios, hace más de cuatrocientos años, los bosques, las esquinas más entramadas de la maleza escuchaban tertulias entre las plantas, con ese idioma tan propio de los vegetales que algunas veces provoca celos entre las rocas de granito, más inclinadas a quedarse en silencio cuando es posible que más se les necesite.

Quedaba todo muy en silencio al caer la noche, y era entonces cuando se escuchaba entre los chopos la leyenda de los lodazales. (Los ojos de los tiburones, que han atravesado, arrastrando la barriga, el fondo de los nueve océanos, se oscurecieron para siempre aquél día que las anémonas les contaron la historia).

Los lodazales, oscuros como las entrañas de las cuevas, habían tenido la idea de invadir la maleza, de incrustarse en los huecos, en los claros de luna, en los reflejos del agua de las charcas. Y así lo hicieron, sin ninguna batalla, sin ninguna oposición, durante unos años que repartieron la desolación y la tristeza entre los habitantes de todos los continentes. Todos.

La lluvia dejo de tener ese sonido de hoja de sauce. Los dinosaurios prefirieron irse para siempre y transformarse en huesos megalíticos.

Nadie encontraba el momento de declararle la guerra al barro, al alma negra del cieno, a los hoyos oscuros que habían rellenado el mundo.

(Diez mil años, imaginad que transcurren así diez mil años, diez mil)

Aquella flor lo consiguió un día de marzo. Copió de memoria en el centro de su corola el reflejo que alguien le había contado que tuvo el Sol alguna vez.

Comenzó ella y fue seguida por una legión de voluntarios constituida por todo ser viviente.

Y volvió la luz al centro del bosque, a la superficie de la Tierra.

Dios bostezó, se asomó desde una nube y continuó creando el mundo.




Hoy llueve todo el cielo. Un gran espacio, una hecatombe de gotas y ráfagas de calderos de agua y color gris se ha hecho propietaria del mu...