miércoles, 8 de mayo de 2019

Hoy llueve todo el cielo. Un gran espacio, una hecatombe de gotas y ráfagas de calderos de agua y color gris se ha hecho propietaria del mundo entero. Llueve todo el cielo, y dentro y fuera. Y llueve a jarrones dentro del pecho y fuera de la ventana. Y cuando llueve todo el mundo de la forma en que hoy llueve, el universo aprovecha para entrar por las aberturas del cuerpo, sean poros, sean pupilas, para que la lluvia se meta dentro y no haga falta ni mirar por la ventana siquiera para saber que llueve y que la lluvia está ahí afuera, pidiendo entrar dentro, como esa conocida de siempre que siempre siempre viene a decirnos las verdades que están teñidas de más amargura y que no queremos oír a cambio de nada que nos pueda pagar nadie en este país.

Esa es la razón por la que usamos paraguas y salimos poco cuando llueve.
Y no hay ninguna otra.

lunes, 6 de mayo de 2019


Las obras hidráulicas llevan dentro la congoja de tener que contener el fondo de unos lagos poblados de peces que miran con ojos de mercurio.

Magiamarina


al mismo tiempo que salía la Luna aparecieron en todas las manos unas escamas blancas que al evaporarse la noche se hicieron mariposas y llenaban la cara sin molestar

sábado, 4 de mayo de 2019

Los pensamientos que son verticales, hacia arriba (claro) tienen la sustancia de futuro de la que carecen los horizontales, allí siempre, recostados en su desesperanza gravitacional. 

Porque claro que no conocemos (ni falta, creo) el futuro pero si ascendemos verticalmente y en línea recta, si nunca cesamos de trepar (que la vida algunas veces es escalada porque se vuelve cuesta arriba) es más fácil coger el futuro entre los dedos entrelazados y decirle que no se escape, que por una jodida vez dejará de hacerse la voluntad de los dioses y de la inercia de la inacción y sucederá algo parecido (jamás igual) a lo que deseamos.

Eso es el pensamiento vertical.



LA REINA DEL BALNEARIO

Lo más duro de su estancia en el balneario era mirarse en los espejos (durísima estancia, porque en cada esquina un espejo, allá donde mirara un espejo) y no porque en ellos se viese los surcos que las decenas de inviernos le habían dejado como marca, no porque dejase de ver el cuerpo que acostumbró a ver tantos años. No le perdía la vanidad ni la nostalgia. Era el terror. El vértigo de pensar en tantos cuerpos, en todas las formas humanas (niños, niñas, hombres, mujeres, señoras, señoritas) que se habían reflejado allí donde aquel cristal le devolvía su imagen. Qué rastro ajeno había quedado allí para mirarla y si quedaba señal de aquellos fantasmas veraniegos, qué le estaban diciendo. No, el balneario no era un lugar de descanso, era un emplazamiento pensado para darle tortura.

Imaginaba (no oía, sólo imaginaba) cómo podrían sonar aquellas voces, cuántos lamentos o carcajadas resonaban en ese mundo de través que se asomaba tras ese cristal enmarcado, en el fondo de esa vitrina. Malditos hijos que la dejan allí todas esas semanas para que escuche, en la bóveda de su cráneo las súplicas, las barbaridades o las tonterías que farfullaban todos aquellos muertos.

Toda esa angustia se le pasó de repente cuando vio en el banco junto al sauce a don Leandro fumándose un puro con un placer propio de los dioses cuando se asoman a ver nuestras desdichas.
Desde entonces, sólo piensa en don Leandro. Y en la curva perfecta de su nariz decimonónica de aguilucho aristocrático.





LOS TRES CERDITOS

Eran tres cerditos y un lobo y etcétera… 

Cuando el lobo, después de haber destrozado las casas de paja y de madera de los dos primeros puercos se dirigió a casa del tercer marrano se dio cuenta de que ya no le quedaban ni aire ni fuerzas en sus pulmones. “Todos nos hacemos viejos” pensaron los cuatro. Y un soplo de melancolía se dejó sentir en el color anaranjado de la tarde.


Desde aquel día el lobo fue bien recibido por los cerditos, que le sacaban pastas y anisete de Chinchón. Oían juntos la radio y jugaban a la brisca.


Por eso nadie entendió que cuando apareciera aquella señora seca y amarilla vendiendo manzanas el lobo se lanzase sobre ella y se la zampase de un mordisco.


“Oh, lobo. Acabas de comerte a la pobre Caperucita”, dijeron los cerditos.
“Es que soy un lobo”, dijo el lobo.


Es que ni los lobos pueden escapar a su destino. 


El coronel Smith es el único militar de su promoción que tiene la esperanza de escapar alguna vez de su destino. Pero siempre está el cabo O´Donnell para desanimarle.







viernes, 3 de mayo de 2019

Era posible que Dios no existiera, tan posible como la tramposa realidad de las hadas sí, pero qué poco le importaba la realidad de un Dios parecido a un fantasma que sobrevuela el mundo a doscientos metros de altura repartiendo y retirando favores de forma aleatoria.
Qué poco le importaba cuando, en realidad, esos días se hallaba preguntándose por qué la tristeza, a la que normalmente le corresponde estar ocupando el territorio de las obras hidráulicas, había anidado en su centro y le hacía ver las cosas como posiblemente (no tanto como Dios) no eran.

Ríos de melancolía de fin del mundo, como una lava de color morado, le habían tomado al asalto el lugar de su sangre y era ahora la materia que rodaba por sus arterias. Los pulmones parecían un lago al anochecer, justo cuando los peces suspiran porque han de comenzar ya a abrir los ojos todo lo infinito que puedan para percibir peligros o algún plancton desorientado que caminara (pobre) cerca de su boca.


Cuando la tristeza propia de las obras hidráulicas abandona su lugar de origen para poseer un cuerpo de persona no tiene, como muchos piensan, color ni humedad. Es, en un modo muy cierto, una figura geométrica de aristas que no pinchan como erizos, que más bien empujan partes inusitadas del estómago, la bilis y el pecho. Empujan, porque uno siente la presión donde antes no estaba. Empujan no porque quieran salir, sino porque su forma se considera en si misma imposible de cambiar. No se formó en el centro de una presa para habitar un cuerpo sino guiada por el destino o la fuerza que hace que las cosas sean como son y cuyo motivo trae de cabeza todavía a los científicos soviéticos.

¿Cómo se la sacudió?

La laguna aparentaba profundidades de miedo. Asomaban algas. Ni un brillo azulado, marrón todo. Lodo por todas partes.
Allí zambulló su cuerpo, porque la tristeza prefiere su hábitat natural, su nicho ecológico donde puede vagar por los fondos y conversar con peces parecidos a los besugos, con criaturas de ojos de mercurio y aletas con olor a lonja.
Y salió. No por milagro aleatorio, sino por su fuerza y sus ganas. Porque se sacudió el tronco hasta que la forma geométrica fue expulsada por su nariz, girando entre dos aguas como lo haría un ovni.
Después, justo después, se vistió. La saludó con la mano mientras se alejaba de la charca.
A fin de cuentas era una vieja conocida y a los conocidos hay que saludarles con la mano cuando uno se aleja de la charca en la que viven





ESCRITO PARA UNA OBRA DE OLGA  APARICIO

Formas de ser mujer existen en la Tierra tantas como mujeres o, por lo menos, entre mil y dos mil. Incluso el triple: unas cuatro mil. Números de formas de ser mujer que son inalcanzables para quien no se ha parado nunca a contarlos. Formas de ser mujer existen tantas como mujeres se hayan detenido a contarse a si mismas: más de millones, millares de cientos.

Y formas de ser una mujer vertical y asimétrica existen en la Tierra tantas como mujeres verticales y asimétricas se hayan detenido a mirarse al espejo. Si hubiese que hacer recuento no cabría en una habitación la cantidad de folios que contuviesen ese número. Puestos uno detrás de otro podrían dar la vuelta a la manzana y encontrarse con ellos mismos en la esquina varias veces, de tal forma que desde un hidroavión se vería una espiral de hojas blancas bordeando edificios ante la cólera de las autoridades y de los servicios municipales de limpieza.

Todo aquello comenzó a las siete o las once de la tarde. Ella, siempre mirando con un abismo templado todas las cosas que caminan por delante de sus ojos, se había calzado el bolso verdiazul de un diseñador del mundo de los ricos. Con la falda roja no, se decía, la divergencia genera brincos molestos en la retina. Con  la falda roja no, le dijo al espejo.

Y corrió hasta el armario por todo el pasillo, con el espíritu lleno de colores, con la frente habitando en el mundo de los contrastes. Combinar colores lo había hecho desde siempre, desde que comenzó un sábado de marzo, un año de marzo, a recolectar ramos de flores para la mesa de la cocina y ya jamás supo cómo detenerse en esa búsqueda de mezclas, de diálogo entre las luces que descomponen el prisma de Newton. Y corrió hasta el armario por todo el pasillo viendo de qué manera no produciría ruido el color de un bolso (no sabemos) gris, por ejemplo, con aquél vestido encarnado. Pero el estrépito se escuchaba en todo el edificio, era tan ácido que no, que corrió de nuevo pasillo arriba a buscar otro bolso. La mirada oblicua se le agotaba frente al espejo. No hallaba ese acorde armónico de piano que engendran los colores cuando se miran entre ellos recostados y llenos de amor.

No se detuvo en toda la tarde. La búsqueda febril le agotaba los tobillos, pasillo arriba, pasillo arriba, cuando todos los pasillos son horizontales y no tienen arribas ni abajos, el suyo sí: inclinado de tantas caminatas, tantas veces del armario al espejo. Nadie supo en la comarca por qué los había alejado tanto (es posible que para aprovechar las baldosas del suelo, para darles uso, pero nadie puso jamás la mano en la biblia para asegurarlo).

La fatiga le sobrevino a la hora del último canto de los gorriones antes de retirarse a su rama escogida. Acuclillada frente al armario, con sudor en las axilas y penumbra bajo las cejas, miró el interior del guardarropa como quien se asoma a la entrada de una gruta. Solitario, impertinente en su abandono, en un cajón olvidado (del modo que se olvidan algunos cajones) el bolso apareció oculto por una semimontaña de fulards.

Y corrió, esta vez sí que corrió, al espejo a mirarse. Y se miró, viendo por fin cómo las formas, los colores, se palpaban amistosos delante de su mirada.

En toda la casa se escuchó un perfume de jazmín y de canela. No cantaron los grillos porque hubiera supuesto una dulzura excesiva para el vecindario. Las flores del jarrón de la cocina salieron volando por toda la estancia y se estamparon en su blusa.

El espejo quedó tan enamorado que se le quedó pintado, ya para siempre, el reflejo de su imagen.


martes, 4 de abril de 2017

Quietecita se quedó esperándole, mirando al oeste donde fue en busca de fortuna (eso dijo) (si la fortuna ya la tenía con ella ¿para qué se fue?).

Quietecita mirando hacia el oeste, ya para siempre como una estatua de sal que de tanta salinidad se convierte en dulce, con el triste perfil de una gallinita vieja (la nariz era el mascarón de proa del destino de sus sueños).


Quietecita ya para siempre. Dicen que está viva. Y sí que creo que lo está, pero nadie sabe si vive en el pasillo petrificada o si habita allá donde mira, amándose los dos eternamente en el oeste que él marchó a escudriñar hoy se cumplen treinta años.





sábado, 25 de junio de 2016

Todos los lugares por los que corrió, los que llenó de risa, de juguetes espolvoreados, de carreritas y de trotes se cargaron de negro aquella mañana con la noticia que había llegado del hospital. Todos (y eso es tan triste que hasta las urracas lo mencionaban en las ramas como mujeres en la cola de la fruta).

Porque su forma de agacharse a observar las hormigas la miraban todos los animales, muertos de amor, y ladeaban (suspirando) la cabeza. Los tesoros que escondía (bueno: piedras con cosas dibujadas, rayas y eso), los conocían todos los árboles y le guardaban (por supuesto) el secreto.

El luto inundó todo, arrasó la mañana. Se colocó en el alma (existente o no, ya no importaba) de todo lo existente, que cambió sus colores por sombras aproximadas. ¿Qué más? La tristeza impedía a los labradores trazar surcos. Tuvieron que dejar la labor para el lunes.

La barquichuela de la noria no quiso. La barquichuela de la noria mantuvo su color porque en su zona más íntima de metal guardaba la esperanza de que por las noches se subiese en ella su hermosísimo fantasmita.



viernes, 24 de junio de 2016

Tengo el privilegio, ya lo creo que lo tengo, de que mis ojos tengan los mismos años que yo. Eso les ha hecho hermosos como yo, y sabios como yo en su consistencia de cristal deslucido. Que han visto lo mismo que el resto de mi cuerpo y ese es el motivo por el que han aprendido a mirar todas las cosas conteniendo al enfocarlas todas las imágenes anteriores que han visto en las cosas. Cuando miran, por ejemplo (joder, el primer ejemplo que se me ocurre) una silla, ven todas las sillas que ya han visto. Por eso, cuando miran lo poquísimo que les queda de vida, cuando miran la vida, ven en ese átomo de existencia toda la vida que han vivido. Y ven años de esencia, años de recorrido, décadas inmensas bebidas y vividas (y cuánto y de qué forma). Y veré torrentes de vida hasta cuando mire mi último instante. Eso, eso, eso. Eso es lo que me aleja siempre de la muerte.







Hoy llueve todo el cielo. Un gran espacio, una hecatombe de gotas y ráfagas de calderos de agua y color gris se ha hecho propietaria del mu...