viernes, 3 de mayo de 2019

ESCRITO PARA UNA OBRA DE OLGA  APARICIO

Formas de ser mujer existen en la Tierra tantas como mujeres o, por lo menos, entre mil y dos mil. Incluso el triple: unas cuatro mil. Números de formas de ser mujer que son inalcanzables para quien no se ha parado nunca a contarlos. Formas de ser mujer existen tantas como mujeres se hayan detenido a contarse a si mismas: más de millones, millares de cientos.

Y formas de ser una mujer vertical y asimétrica existen en la Tierra tantas como mujeres verticales y asimétricas se hayan detenido a mirarse al espejo. Si hubiese que hacer recuento no cabría en una habitación la cantidad de folios que contuviesen ese número. Puestos uno detrás de otro podrían dar la vuelta a la manzana y encontrarse con ellos mismos en la esquina varias veces, de tal forma que desde un hidroavión se vería una espiral de hojas blancas bordeando edificios ante la cólera de las autoridades y de los servicios municipales de limpieza.

Todo aquello comenzó a las siete o las once de la tarde. Ella, siempre mirando con un abismo templado todas las cosas que caminan por delante de sus ojos, se había calzado el bolso verdiazul de un diseñador del mundo de los ricos. Con la falda roja no, se decía, la divergencia genera brincos molestos en la retina. Con  la falda roja no, le dijo al espejo.

Y corrió hasta el armario por todo el pasillo, con el espíritu lleno de colores, con la frente habitando en el mundo de los contrastes. Combinar colores lo había hecho desde siempre, desde que comenzó un sábado de marzo, un año de marzo, a recolectar ramos de flores para la mesa de la cocina y ya jamás supo cómo detenerse en esa búsqueda de mezclas, de diálogo entre las luces que descomponen el prisma de Newton. Y corrió hasta el armario por todo el pasillo viendo de qué manera no produciría ruido el color de un bolso (no sabemos) gris, por ejemplo, con aquél vestido encarnado. Pero el estrépito se escuchaba en todo el edificio, era tan ácido que no, que corrió de nuevo pasillo arriba a buscar otro bolso. La mirada oblicua se le agotaba frente al espejo. No hallaba ese acorde armónico de piano que engendran los colores cuando se miran entre ellos recostados y llenos de amor.

No se detuvo en toda la tarde. La búsqueda febril le agotaba los tobillos, pasillo arriba, pasillo arriba, cuando todos los pasillos son horizontales y no tienen arribas ni abajos, el suyo sí: inclinado de tantas caminatas, tantas veces del armario al espejo. Nadie supo en la comarca por qué los había alejado tanto (es posible que para aprovechar las baldosas del suelo, para darles uso, pero nadie puso jamás la mano en la biblia para asegurarlo).

La fatiga le sobrevino a la hora del último canto de los gorriones antes de retirarse a su rama escogida. Acuclillada frente al armario, con sudor en las axilas y penumbra bajo las cejas, miró el interior del guardarropa como quien se asoma a la entrada de una gruta. Solitario, impertinente en su abandono, en un cajón olvidado (del modo que se olvidan algunos cajones) el bolso apareció oculto por una semimontaña de fulards.

Y corrió, esta vez sí que corrió, al espejo a mirarse. Y se miró, viendo por fin cómo las formas, los colores, se palpaban amistosos delante de su mirada.

En toda la casa se escuchó un perfume de jazmín y de canela. No cantaron los grillos porque hubiera supuesto una dulzura excesiva para el vecindario. Las flores del jarrón de la cocina salieron volando por toda la estancia y se estamparon en su blusa.

El espejo quedó tan enamorado que se le quedó pintado, ya para siempre, el reflejo de su imagen.


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