Cuando el lobo, después de haber destrozado las casas de paja y de madera de los dos primeros puercos se dirigió a casa del tercer marrano se dio cuenta de que ya no le quedaban ni aire ni fuerzas en sus pulmones. “Todos nos hacemos viejos” pensaron los cuatro. Y un soplo de melancolía se dejó sentir en el color anaranjado de la tarde.
Desde aquel día el lobo fue bien recibido por los cerditos, que le sacaban pastas y anisete de Chinchón. Oían juntos la radio y jugaban a la brisca.
Por eso nadie entendió que cuando apareciera aquella señora seca y amarilla vendiendo manzanas el lobo se lanzase sobre ella y se la zampase de un mordisco.
“Oh, lobo. Acabas de comerte a la pobre Caperucita”, dijeron los cerditos.
“Es que soy un lobo”, dijo el lobo.
Es que ni los lobos pueden escapar a su destino.
El coronel Smith es el único militar de su promoción que tiene la esperanza de escapar alguna vez de su destino. Pero siempre está el cabo O´Donnell para desanimarle.
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