lunes, 20 de octubre de 2014

BATIDORA DE MANO (Instrucciones de uso)

Su batidora de mano puede mezclar, batir, picar, amenazar y mediar en las discusiones de usted y su marido de usted.
Ideal  para preparar gran cantidad de alimentos que aquí no vamos a reseñar, pues necesitaríamos un manual de instrucciones del tamaño de un diccionario y en nuestra empresa no tenemos en nómina a ningún empleado que se vaya a dedicar a la literatura.

En caso de usarse para amputar dedos, asegúrese de hacerlo con gafas y mono o delantal protector. 

Recomendamos cubrir las paredes con bolsas de plástico.
Si su propósito no es el de amputarse los dedos no es preciso que tome estas precauciones.

En caso de batir una salsa hirviendo en la cazuela de preparación, retire la misma del fogón previamente. Si por desidia, temeridad o excesiva confianza en la Divina Providencia, no retirase la cazuela del fogón mientras bate la salsa, tenga preparada su cámara de fotos y el teléfono de la ambulancia. Con la cámara de fotos, y siguiendo las instrucciones de la cámara de fotos, hágase un retrato y remítalo a nuestra dirección, pues los enmarcamos y decoramos con ellos las oficinas, salas de espera y pasillos de nuestra factoría.

Para evitar salpicaduras, coloque la batidora dentro del recipiente, comience con la velocidad menor, pase a la superior a continuación, tome las aspas plegables de 5 metros de diámetro y engárcelas en el eje rotatorio. 
Asegúrese de enchufar la batidora a un prolongador de varios cientos de metros, colóquese en el borde de la ventana y al grito de “Jerónimo” salte una vez hayan comenzado a oscilar las aspas sin olvidar dejar una nota encima de la mesa o pegada con fixo en el espejo del baño para que su familia no se inquiete y sepa, conociendo la longitud del cable, dónde se encuentra usted aproximadamente.

Cuando el coronel Smith gritó en el desierto aquello de “¡Al ataque!”, los ochenta soldados del escuadrón se hicieron los sordos mientras el enemigo se perfilaba numerosísimo en el horizonte. Discutían sobre la conveniencia de hervir un tomate con las lentejas o, en todo caso, añadirle pimentón para darle un sabor más vivo. 

El coronel Smith carraspeó para aclarar la voz y gritó de nuevo y con más fuerza “¡Al ataque!”. La discusión arreciaba entre los soldados y los empujones de un principio se transformaron en los puñetazos del final. El escuadrón entero se revolcaba a golpes por el suelo, dándose unos a otros en la cabeza con el casco o los prismáticos, liándose a patadas o intentando estrangularse entre si con el pañuelo blanco que llevaban al cuello.

El enemigo se acercaba cada vez más despacio hasta que se situó a menos de un tiro de piedra del escuadrón del coronel. Poco a poco se fueron dando la vuelta en sus caballos y, con un gesto de resignación, se marcharon a buscar otros escuadrones que hubiese por la zona. Todos los soldados del escuadrón del coronel Smith yacían exhaustos sobre la arena ardiente. 

El coronel sollozaba “Mi escuadrón, mi maravilloso escuadrón…” 

Fue entonces cuando el cabo O´Donnell se levantó del suelo y, acercándose a Smith, le dio un beso en la frente antes de volver a desmayarse lleno de chichones.

Eran tres cerditos y un lobo y etcétera.

Cuando el lobo, después de haber destrozado las casas de paja y de madera de los dos primeros puercos se dirigió a casa del tercer marrano se dio cuenta de que ya no le quedaban ni aire ni fuerzas en sus pulmones. “Todos nos hacemos viejos” pensaron los cuatro. 

Y un soplo de melancolía se dejó sentir en el color anaranjado de la tarde.

Desde aquel día el lobo fue bien recibido por los cerditos, que le sacaban pastas y anisete de Chinchón. Oían juntos la radio y jugaban a la brisca.

Por eso nadie entendió que cuando apareciera aquella señora seca y amarilla vendiendo manzanas el lobo se lanzase sobre ella y se la zampase de un mordisco.

“Oh, lobo. Acabas de comerte a la pobre Caperucita”, dijeron los cerditos.

“Es que soy un lobo”, dijo el lobo.

Es que ni los lobos pueden escapar a su destino.

El coronel Smith es el único militar de su promoción que tiene la esperanza de escapar alguna vez a su destino, pero siempre está el cabo O´Donnell para desanimarle.

Era el cumpleaños del obispo y todos los curas de la diócesis –más de mil quinientos- se habían arremolinado en la plaza del palacio episcopal. Cada uno llevaba el tradicional paquetito con el regalo: unos alzacuellos de moda que eran la envidia de los obispos de los alrededores. 
Se cuenta que hasta el Papa lanzaba indirectas a sus cardenales para que le regalasen alzacuellos el día de su cumpleaños en lugar del repetido pisapapeles en forma de paloma blanca o del arcángel Gabriel de alpaca, espada en alto, que servía de abrecartas.

Entusiasmado, el obispo apartó un poco el visillo de su estancia y pudo ver a los mil quinientos curas que se daban codazos y empellones para estar más cerca de la puerta del palacio cuando ésta se abriese.

Comenzó la audiencia bien entrada la mañana. Una cola inmensa de sotanas negras desfilaba delante del obispo y le entregaba su paquetito: alzacuellos verdes, con pececitos, estrellas, rayas azules, Mickey Mouse, ositos, tweed de Escocia. Todo transcurría como cada año, hasta que llegó aquel cura bajito y redondo que entregó su paquete bastante más grande que los otros. El obispo se entusiasmó al ver el tamaño y desempaquetó con avaricia aquel misterio hasta que se vio una especie de pingo de colores, de una apariencia como de goma. “Hay que soplar aquí, en esta espita”, dijo el cura. Y el obispo comenzó a soplar y soplar hasta que poco a poco fue tomando forma. Era una obispa de látex, una obispa hinchable.

Un rumor de reprobación recorrió la inmensa sala. Cómo era posible aquel despropósito. El obispo seguía soplando por la espita para que aquello tomase consistencia. El rumor inicial se transformó en griterío y empujones al cura bajito y redondo que había tenido aquella idea infernal. Incluso un grupito del fondo gritaba “a la hoguera, a la hoguera”.

El obispo comenzó a agitar los brazos ordenando silencio. Cuando por fin estuvieron todos callados, el obispo habló: “hijos míos, ya está bien. Me habéis puesto un dolor de cabeza… hale, cada cura a su parroquia. Yo me retiro a descansar”. 

Y mientras las sotanas fueron saliendo de la estancia, el obispo cogió la obispa de goma y se retiró con ella bajo el brazo a sus aposentos.

Paris, Reuters.- En la mañana de ayer lunes, los visitantes del museo del Louvre pudieron ver cómo la Gioconda, desde el fondo de su cueva de vidrio, sustituyó su sonrisa habitual por una mirada zafia y malhumorada. Desde lo más profundo de su vitrina, miraba retadora a cada uno de los turistas. Si alguien, a pesar de la prohibición ya conocida, disparaba el flash de su cámara, la Mona Lisa se espantaba a grandes gritos y enseñaba sus puños al fotógrafo.

Pasados unos minutos llegaron cuatro funcionarios que han abierto el vitral y han extraído el cuadro, sustituyéndolo por un bodegón de caza con unas perdices muertas y desangradas en un primer plano.


Después de montar el cuadro en una carretilla han abandonado la sala llevándose a una Gioconda de cara asustada e interrogante en medio de los aplausos del público






Cuando los santos van a la guerra se ocupan, por la noche y mientras todos duermen, de vaciar de pólvora las balas de sus compañeros. Un día, uno de los santos le dijo a otro.

-Sería más razonable ir y vaciar de pólvora los cartuchos del enemigo.

-Entonces no seríamos mártires- dijo el otro santo.

-Pero seríamos vírgenes- dijo el primero.

-Serás tú…

Al coronel Smith no le hace gracia que le envíen santos a su escuadrón, porque cometen milagros algo estúpidos, como hacer florecer la culata de madera de los fusiles o llenar de mariposas blancas las trincheras. El cabo O´donnell quiere ser santo, pero le pierde la fotografía que lleva en su mochila de una mujer y sus pechos. 

Eso, al coronel Smith, le tranquiliza bastante.

Marcel Proust dejó olvidado un escrito que apareció escondido en la maleta de un viajante de seguros.
EXTRACTO

“(…) el día que mojé la madalena en la tacita de whisky se me arremolinaron los recuerdos más íntimos y profundos (…) porque el que era un plasta era el sargento Pancorbo que una vez me encontró meando en (…) de noche, sí, era de noche cuando ella se me acercó y se bajó las (…) no, no es necesario que te acerques tanto para quitar el tapón, no te vaya a saltar el depósito (…) de noche, sí, era de noche cuando ella (…) las damas desalentadas tienen un aroma perdido de deseo que fue lo que la entrepierna de (…) y me dijo que me iba a tragar más guardias que un recluta pero no era mal tipo porque (…) sí, acércate, anda, acércate, tú no me hagas caso y verás cómo te revienta en las narices (…) cuando el límite de las cosas lo pone un imbécil como tú pasa que (…) no era el momento y los dos se dieron cuenta”. 



Un joven pastor llevaba las ovejas por las montañas cuando al otro lado de una roca se encontró con la Esfinge de Tebas. “Ah, incauto. Has venido derecho a mis garras. Habrás de adivinar un acertijo o te lanzaré al precipicio”.

El joven pastor, que era muy valiente no se arredró y le dijo a la Esfinge que le propusiera la adivinanza.

“Muy bien”, dijo la esfinge, “Cuál es el animal que de pequeño camina a cuatro patas, más tarde lo hace con dos y, cuando ya es viejo, con tres”.

El pastor respondió entre risas: “Muy fácil. Se trata del hombre. De niño camina a gatas, de mayor lo hace con las dos piernas y cuando es anciano se ayuda de un bastón…” Miró a la Esfinge victorioso y sin embargo ésta le dijo “No. Es el Piescambiantes de las cavernas”.

“Uuuh” dijo el pastor antes de precipitarse al vacío.

El recuerdo de la blancura siempre será más blanco que la blancura.

El recuerdo de la blancura siempre será más real que la blancura y se coge al filósofo y se le fríe en aceite de calamares para que se calle de una vez.

Es preferible no comer nada a comer pescado. Y ya no es cuestión de espinas. El gurú Rabamindra nos estuvo explicando anoche, durante las flagelaciones, las tres consecuencias nefastas de ingerir peces muertos:

a) El alma se sumerge.
Y no precisamente en si misma, sino en profundidades cenagosas donde abundan congrios y esturiones. Terribles y voraces seres acuáticos que raptaron en una ocasión a un cuñado de Buda obligándole a repetir mantras como aquél que dice “A quien madruga, mi más sincera admiración” en clara contradicción con el otro mantra que también le obligaron a recitar “No por mucho madrugar te admiraré hasta que mueras”.

b) y c) No las recuerdo porque, en ese punto, las flagelaciones que me asestaba Sebastián, el eunuco, se escuchaban más que la voz del gurú Rabamindra que, por otra parte, creo que estaba dormido.

Es preferible ser pez a ser ratón, aunque la digestión de los peces no sea recomendable. No recuerdo las razones, pues el gurú Rabamindra estaba procediendo a las explicaciones justo a la hora de los pinzamientos.

Cuando Sebastián, el eunuco, me pinza con las tenazas en el escroto, mis gritos no me dejan atender a la sabiduría que en ese momento derrocha el gurú Rabamindra. He de hablar con él sobre la idea de instalar una megafonía en el sótano.

“Si te golpean en una mejilla, asegúrate de que ha sido a propósito. En ese caso, no ofrezcas la otra sino la misma. Hay que tener en cuenta que la otra mejilla estará más fresca y será más barato para nuestra comunidad aplicarte un sólo bistec de ternera. La comida escasea. El Diablo permite que así sea. No comáis carne de ternera. Dejadla para cuando a uno de vosotros le abofeteen, lo cual es muy probable” (Rabamindra).

(…)
Releyendo lo escrito en aquella sospechosa colonia de verano, me he dado cuenta de cuanta razón tenía el gurú Rabamindra en ciertas cosas.
Ya apenas recuerdo toda la sabiduría que derramó de sus labios. Pero no puedo olvidar lo útil de los pinzamientos. Ante la negativa de Sebastián de venirse conmigo después de las vacaciones, tuve que hacerlo todo por mi cuenta. He descubierto que para purificar los sentidos, nada hay mejor que un buen pinzamiento en el escroto. Y para llevarlo a cabo, el mejor utensilio son las pinzas de colgar la ropa.
Ahora mismo escribo esto con doce pinzas de plástico de diferentes colores tupiendo de magníficos dolores mis enrojecidos testículos.
(…)

¿Cómo pude ser tan ciego? ¿Cómo pude caer en la tentación de los pinzamientos por mi cuenta?
Ya hace tres meses que no escribo. Los pinzamientos por cuenta propia son inservibles. No escribo desde hace tres meses porque, para ser escritor, no hay que pinzarse el escroto con pinzar multicolores. Resulta más eficaz tomar un bote del diámetro apropiado, llenarlo de avispas e introducir los colgantes en el recipiente. Uno no escribirá con mayor avidez, pero lo que diga o escriba, sea lo que sea, ganará en estilo y en sinceridad.

O al menos eso me recomendó ayer el gurú Rabamindra a la hora de las lijas.

Tú me miras desde el espejo y entonces sé que soy yo quien me está mirando con ojos de pez desde el otro lado del vidrio. Y al deshojarme de tal modo que quedo descubierto, cometo el error de creer que eres tú quien me mira, atrapada en ese mundo inverso de detrás del azogue. Y hago lo imposible para que salgas de ese aire, de ese espacio oblicuo y a contramano que se extiende detrás del cristal donde yo sólo alcanzo a ver la alcoba invertida, la puerta de la alcoba que se abre al revés y ahí se deja de ver todo, nada promete que detrás de esa puerta zurda puedas recorrer el pasillo y abrir el balcón para ver mi ciudad con los puntos cardinales vistos al envés.

Aquella ciudad donde una tarde caminamos del derecho bajo una lluvia incierta que te me prometía con certeza al llegar a tu casa ensopados pero llenos de jilgueros en las partes fundamentales del cuerpo.
Te miro en el espejo y no soy yo, eres tú que me ha intercambiado con una transubstancia grave, con una imagen nuestra que a pesar de las huidas nos reconoce desde ese mundo de ahí enfrente, nos observa como en un acuario, nos desviste a los dos y somos uno porque es uno solo quien observa desde aquí y es una sola quien me mira desde allá.

Te pregunto con la mirada y soy yo mismo quien me sigue arrancando capas de lienzo y allí estamos, desnudos frente a frente, yo con mi navaja, tú con tu pólvora, y procedemos: tú me acercas la navaja al cuello y un relámpago de miedo lastima mis sienes allá donde tú estás, y me afeitas con dulzura, y te empolvo con lujuria, y me confundes contigo misma desde tu lado, que aún no sé si es el de que de verdad te corresponde.

Y terminamos con un beso de nariz y partimos cada uno hacia nuestros avatares. Tú a tu mundo, yo a mis cables.

Allí me encontrarás y habitarás conmigo, comentarás, discutirás, me poseerás alguna tarde con la lujuria de las ventosas. Rumiarás a mi lado la rutina, recorrerás las tiendas, los teatros de mi mano, te mirarás en otros espejos. Yo, aquí, en este lado hablaré contigo, discutiré motivos y alguna tarde te cubriré de tactos con el mismo pecado que cometieron las fresas.

Prometo sacarte algún día de detrás de esa luna en la que te encerraste desde siempre y donde yo te miro a mí mismo para darme cuenta de que, sólo algunas veces, somos lo mismo tú y yo.

Debes de estar en alguna parte, adolescencia. Aún tus rumores de vino en rama confluyen en los cauces donde el azar ha dispuesto mis narices.

Debes de flotar aún en algún aire, yo no te siento marchada, ajena. Ni dueña de otro, cumbre de otros hombros, luces de otro cuerpo.

Tu persistencia tan amable se me arponeó en la espalda y allí creí que siempre iba yo a rondar por tus espacios.

Tenía la ciudad entonces, y las casas, recuerdo, un afán ciego por respirarme.

Sé, por medidores, por fotómetros, por la certeza que ocasiona la ciencia que la luz aún es la misma y en su entraña Newton descompone con un prisma los mismos colores.

Sé, por razones comprobadas, técnica implacable, que los ecos son los mismos, que la claridad del mundo perdura cierta y tan turbia o blanca como era entonces.

Yo, que creo en los átomos, también creo que persistes (a los brazos de tus años quiero lanzar mi cuerpo como a una cascada).

El tiempo, continuo como una playa, está tatuado de signos.
Aún presiento azucenas en tu espíritu de liebre.  

Aquí mismo te ocultas, aquí, tan cerca, que sólo con estirar mi brazo un centímetro más de lo imposible podría atraparte para siempre.

Una tarde que estemos sentados en la hierba plana de una orilla plana de un mundo montañoso me explicarás cómo puede tu sola presencia superpoblar el mundo.
Dame la mano de mimbre con que te ocupas en mesarte el pelo cuando no te habla nadie, que yo le pondré dentro la explicación de por qué una noche fui un delincuente.
Tanto y de qué manera perseguí tus huellas en aquel valle, que aún retumba.

Cuando los ángeles se estrellan provocan cráteres milenarios.

domingo, 19 de octubre de 2014

I

Eusebio es un imbécil que vive cerca de donde su pueblo hace más ruido: la plaza de los Miércoles.

Se sostenía hasta hace poco alimentado por una ilusión morena, pero la perdió por no haber entramado correctamente sus estrategias.

Colecciona soliloquios: unos verdes; otros, torcidos; algunos, reverberantes.

La ilusión morena tiene un nombre que a Eusebio, sólo con oirlo, le inunda el cuerpo de abejas y de luciérnagas: Trinidad, ese es su nombre.

A punto estuvo hoy de decirle algo cuando, sentado en el banco de piedra que hay bajo el Olmo de la Cuesta Blanca, Trinidad pasó vestida de domingo, siguiendo el juego al viento su pelo y el vuelo de su falda.

Como no pudo decirle nada, se fue al río y comenzó a repasar sus soliloquios, en especial los esféricos que, en opinión de don Jesús, el cura, son los más redondos.

II
Cuando Eusebio se enamora se nota enseguida porque le aparecen tréboles por todas partes: en los cajones, en los bolsillos, debajo del fieltro verde que hay en el bar para jugar al mus. 

Pero hoy se percibía con más claridad que nunca porque el aliento de Eusebio olía a algo desconocido, igual que cuando aquella vez pasó una gitana vendiendo jazmín y todo el pueblo olía a blanco.

III
Es preciso ver a Eusebio cuando comienza con sus soliloquios. Para divertirse un rato, durante la partida de mus, don Jesús, el cura, le ha pedido a Eusebio que comenzase uno.

Había que verlo.

Levantaba las manos, torcía las piernas. Un rictus en la boca de la que emergía un rumor que más de uno interpretó como el berrido de los ciervos. Cuando don Jesús, el cura, ha creído que ya era bastante, les ha recriminado a todos su conducta y le ha dicho a Eusebio que se fuera en paz.

IV
A Eusebio le llueven terrones de azúcar algunas veces. Dio que hablar mucho el día en que, después del granizo de terrones, le cayó encima una catarata de cucharillas.

V
Trinidad está muy pálida y delgada. Su pelo más negro que nunca. Eusebio se muere de amor cuando la ve pasar y, algunas veces tiene que meterse entre zarzales porque se lo piden las luciérnagas que lleva dentro.

VI
Trinidad ya no sale de casa. Hablan las gentes de una enfermedad de la sangre. De un nombre que a Eusebio le parece hermoso: Leucemia. Y Eusebio se llena de abejas y repite con devoción “leucemia, leucemia” y sueña con que a su primera hija le pondrán ese nombre. Trinidad tiene Leucemia. Y la envidia le corroe porque bien podría ser “Trinidad tiene a Eusebio”.
Y Eusebio quiere con todas sus fuerzas ser Leucemia.

VII
Eusebio les explica a las hormigas que no hay que hacer como las cigarras. Y se va contento porque ve que le hacen caso.

VIII
Diana, la princesa del Fin del Mundo, ha querido conocer a Eusebio y, al verlo, le ha parecido bien.

XIX
La esfera de la Luna se rompía de noche contra el mar en una pradera de mariposas de estaño.
Dios estaba ya, por entonces, bastante sordo.

X
Hoy se ha levantado Eusebio con un extraño sabor de madera en la boca. Las campanas lloraban con esa tediosa simpleza del toque a muerto. Se ha asomado a la ventana ye en ese momento pasaba el cortejo: don Jesús, el cura, en cabeza, detrás de él la caja oscura.
No vio a Trinidad por ninguna parte. “Estará regando los geranios o jugando con los gorriones”, pensó.

XI
A la orilla del río, Eusebio pronunció todos sus soliloquios. Los verdes, los torcidos, los esféricos, los reverberantes. Los azules terciopelo y hasta los de canto rodado. Esperaba que el agua se los llevase a Trinidad.

Al recitar su soliloquio de despedida decidió no lanzarse al río.

Alguien debía quedarse en el pueblo para dar luz para siempre a Trinidad.

Porque a Eusebio aún se le llena el cuerpo de abejas y de luciérnagas cuando piensa en la preciosa calavera de talco de Trinidad.

Solía entonces la gente morirse de otra manera: el muerto estaba vivo todo el tiempo, recostado en su lecho, en la alcoba más oculta de la casa, y veía cómo se iba pudriendo poco a poco. Los amigos y los allegados, tras manifestar las condolencias a la familia, pasaban para conversar con el difunto y éste respondía quejumbroso a todos los cumplidos e iba explicando, a la vez que mostraba el cuerpo, cómo desde ayer se le estaba pudriendo ya una mano, una parte de la mejilla, de qué forma siente que sus entrañas se vuelven líquidas y en qué modo no somos nadie.

Era también costumbre, así como hoy se le da el pésame a los más cercanos, darle el pégame al difunto. Consistía esta costumbre en acercarse al muerto, agachar el cuello y decir “¡Pégame!”, a lo que el finado respondía con un pescozón que pretendía simbolizar la sumisión de los vivos al rencor que supuestamente debía de sentir el ausente por todas aquellas faltas que aquéllos hubieran podido cometer.

El velatorio podía durar semanas en los lugares más húmedos y meses en las latitudes más secas hasta que el corromper de la carne había terminado y quedaba en su lugar un esqueleto que ya no hablaba y que era desarmado con mucho cuidado por los vecinos e introducido en una bolsa de seda. Más tarde, tras la ceremonia religiosa de despedida, se esparcían las piezas de su carcasa por los alrededores del pueblo.

Si algún santo no se corrompía con el paso de los años, se le llevaba a un nicho abierto en la pared del templo y desde allí daba consejos de santidad a los que fuesen a rezarle. Algunos eran especialmente habladores. Los había más reservados. En muchos casos se encontraba algún santo con vocabulario soez que respondía con monosílabos desganados a los feligreses y maldecía su situación de muerto incorrupto. Estos eran los falsos santos a los que en asamblea la villa decidía echar del templo y llevarlos a espacios no benditos, como cuevas en las que se llegaban a agrupar decenas de esos cuerpos que conversaban entre ellos y eran atendidos por un hombre designado a tal fin por el sacerdote. Este funcionario golpeaba con un mimbre a los muertos que gritasen o profiriesen palabras en extremo blasfemas, hasta que se apaciguaban y ya sólo se limitaban a gruñir molestos y, algunos, conseguían entonces un estado de duermevela durante el cual odiaban profundamente su muerte y anhelaban un solo instante de muerte verdadera, o un pedazo de vida, o que los deshiciesen en pedazos para abandonar por fin ese aburrimiento infinito.

A J.K. le tocó en la tómbola de la fiesta de su barrio una caja de diazepam de 10 mg.

No sabía bien lo que le había tocado.

No.

A J.K. le habían concedido un permiso de una semana antes de cumplir una condena de fusilamiento por alta traición al haber comentado en una cafetería algo relativo a la nariz del Presidente y al clítoris de su esposa. Por lo visto, había una correlación.

Ante el pelotón de fusilamiento, al que se presentó puntual a primera hora del lunes, y con tres diazepanes en el cuerpo se fumó tranquilamente el último cigarrillo, dio algunos consejos al pelotón sobre el pimiento relleno y al oír “fuego” miró detrás por ver si se estaba prendiendo el cuartel. 
Luego, las balas entraron suavemente y una sensación de sueño plácido y reparador se adueñó de su cuerpo. Su alma fue entrando con ternura en la más hermosa de las nadas.

La muerte con diazepam es menos muerte. De eso ya no cabe ninguna duda.

El clítoris de la mujer del presidente siguió siendo igual de grande, pero a J.K. ya no le importaba.

Cuando los ángeles se estrellan lo hacen con tal estrépito que hasta Dios se deja existir unos instantes para exclamar “Dios mío, qué trastazo”

A continuación un trueno de proporciones abismales recorre todos los valles de la Tierra, desde la doble colina hasta el estrecho del Sheriff Morgan.

Los que están dormidos se despiertan y los que están despiertos desearían estar muertos, y los que están muertos desearían ser almendras.

Cuando los ángeles se estrellan, provocan cráteres blancos, salpicados de brillantina y polvo de hadas.

Una tarde que estemos sentados en la hierba plana de una orilla plana de un mundo montañoso me explicarás cómo puede tu sola presencia superpoblar el mundo.
Las obras hidráulicas llevan dentro la congoja de tener que contener el fondo de unos lagos poblados de peces que miran con ojos de mercurio.
Al mismo tiempo que salía la Luna aparecieron en todas las manos unas escamas blancas que al evaporarse la noche se hicieron mariposas y llenaban la cara sin molestar.

Teorema

Los peces del molino hacen bandada y son millares cuando se les mira de reojo.
Nunca son un número exacto. 
Ese número sólo existe en la mente del molino.

Hoy llueve todo el cielo. Un gran espacio, una hecatombe de gotas y ráfagas de calderos de agua y color gris se ha hecho propietaria del mu...