viernes, 3 de mayo de 2019

Era posible que Dios no existiera, tan posible como la tramposa realidad de las hadas sí, pero qué poco le importaba la realidad de un Dios parecido a un fantasma que sobrevuela el mundo a doscientos metros de altura repartiendo y retirando favores de forma aleatoria.
Qué poco le importaba cuando, en realidad, esos días se hallaba preguntándose por qué la tristeza, a la que normalmente le corresponde estar ocupando el territorio de las obras hidráulicas, había anidado en su centro y le hacía ver las cosas como posiblemente (no tanto como Dios) no eran.

Ríos de melancolía de fin del mundo, como una lava de color morado, le habían tomado al asalto el lugar de su sangre y era ahora la materia que rodaba por sus arterias. Los pulmones parecían un lago al anochecer, justo cuando los peces suspiran porque han de comenzar ya a abrir los ojos todo lo infinito que puedan para percibir peligros o algún plancton desorientado que caminara (pobre) cerca de su boca.


Cuando la tristeza propia de las obras hidráulicas abandona su lugar de origen para poseer un cuerpo de persona no tiene, como muchos piensan, color ni humedad. Es, en un modo muy cierto, una figura geométrica de aristas que no pinchan como erizos, que más bien empujan partes inusitadas del estómago, la bilis y el pecho. Empujan, porque uno siente la presión donde antes no estaba. Empujan no porque quieran salir, sino porque su forma se considera en si misma imposible de cambiar. No se formó en el centro de una presa para habitar un cuerpo sino guiada por el destino o la fuerza que hace que las cosas sean como son y cuyo motivo trae de cabeza todavía a los científicos soviéticos.

¿Cómo se la sacudió?

La laguna aparentaba profundidades de miedo. Asomaban algas. Ni un brillo azulado, marrón todo. Lodo por todas partes.
Allí zambulló su cuerpo, porque la tristeza prefiere su hábitat natural, su nicho ecológico donde puede vagar por los fondos y conversar con peces parecidos a los besugos, con criaturas de ojos de mercurio y aletas con olor a lonja.
Y salió. No por milagro aleatorio, sino por su fuerza y sus ganas. Porque se sacudió el tronco hasta que la forma geométrica fue expulsada por su nariz, girando entre dos aguas como lo haría un ovni.
Después, justo después, se vistió. La saludó con la mano mientras se alejaba de la charca.
A fin de cuentas era una vieja conocida y a los conocidos hay que saludarles con la mano cuando uno se aleja de la charca en la que viven





No hay comentarios:

Publicar un comentario

Hoy llueve todo el cielo. Un gran espacio, una hecatombe de gotas y ráfagas de calderos de agua y color gris se ha hecho propietaria del mu...