Lo más
duro de su estancia en el balneario era mirarse en los espejos (durísima
estancia, porque en cada esquina un espejo, allá donde mirara un espejo) y no
porque en ellos se viese los surcos que las decenas de inviernos le habían
dejado como marca, no porque dejase de ver el cuerpo que acostumbró a ver
tantos años. No le perdía la vanidad ni la nostalgia. Era el terror. El vértigo
de pensar en tantos cuerpos, en todas las formas humanas (niños, niñas,
hombres, mujeres, señoras, señoritas) que se habían reflejado allí donde aquel
cristal le devolvía su imagen. Qué rastro ajeno había quedado allí para mirarla
y si quedaba señal de aquellos fantasmas veraniegos, qué le estaban diciendo.
No, el balneario no era un lugar de descanso, era un emplazamiento pensado para
darle tortura.
Imaginaba (no oía, sólo imaginaba) cómo podrían sonar aquellas voces, cuántos
lamentos o carcajadas resonaban en ese mundo de través que se asomaba tras ese
cristal enmarcado, en el fondo de esa vitrina. Malditos hijos que la dejan allí
todas esas semanas para que escuche, en la bóveda de su cráneo las súplicas,
las barbaridades o las tonterías que farfullaban todos aquellos muertos.
Toda esa angustia se le pasó de repente cuando vio en el banco junto al sauce a
don Leandro fumándose un puro con un placer propio de los dioses cuando se
asoman a ver nuestras desdichas.
Desde entonces, sólo piensa en don Leandro. Y en la curva perfecta de su nariz
decimonónica de aguilucho aristocrático.
Frases, escritos que conviven jugando al póker, o al menos sobreviven cuando nadie coloca el revólver sobre la mesa.
sábado, 4 de mayo de 2019
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