sábado, 4 de mayo de 2019

LA REINA DEL BALNEARIO

Lo más duro de su estancia en el balneario era mirarse en los espejos (durísima estancia, porque en cada esquina un espejo, allá donde mirara un espejo) y no porque en ellos se viese los surcos que las decenas de inviernos le habían dejado como marca, no porque dejase de ver el cuerpo que acostumbró a ver tantos años. No le perdía la vanidad ni la nostalgia. Era el terror. El vértigo de pensar en tantos cuerpos, en todas las formas humanas (niños, niñas, hombres, mujeres, señoras, señoritas) que se habían reflejado allí donde aquel cristal le devolvía su imagen. Qué rastro ajeno había quedado allí para mirarla y si quedaba señal de aquellos fantasmas veraniegos, qué le estaban diciendo. No, el balneario no era un lugar de descanso, era un emplazamiento pensado para darle tortura.

Imaginaba (no oía, sólo imaginaba) cómo podrían sonar aquellas voces, cuántos lamentos o carcajadas resonaban en ese mundo de través que se asomaba tras ese cristal enmarcado, en el fondo de esa vitrina. Malditos hijos que la dejan allí todas esas semanas para que escuche, en la bóveda de su cráneo las súplicas, las barbaridades o las tonterías que farfullaban todos aquellos muertos.

Toda esa angustia se le pasó de repente cuando vio en el banco junto al sauce a don Leandro fumándose un puro con un placer propio de los dioses cuando se asoman a ver nuestras desdichas.
Desde entonces, sólo piensa en don Leandro. Y en la curva perfecta de su nariz decimonónica de aguilucho aristocrático.





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