miércoles, 19 de noviembre de 2014

Álvaro Lagos amaba con pasión a Mercedes Cuna.
La pasión les había llegado cuando creían que la vida ya sólo se limitaba a ofrecerles días y noches consecutivos, pues ya estaba todo cumplido en este mundo: los hijos crecidos, los nietos sanos y sus cónyuges haciéndoles señales con la mano desde los nichos para que se dieran prisa, que dormir en soledad es muy frío cuando sólo se tiene la ocupación de ver cómo ruedan los gusanos sobre la carne.
Mercedes Cuna perdió a Asterio Pardo una tarde de febrero, tras cuarenta y siete años de una felicidad pretérita pero cierta. Le acompañó hasta la tumba con la certeza por primera vez en su vida, de que le había amado por encima de todas las cosas.
Álvaro Lagos perdió a Alicia Sánchez una mañana de febrero después de cuarenta y cuatro años de una felicidad monótona. Cuando se cerró el nicho comprobó que era, de alguna manera, libre. Aunque no supo para qué quería libertad con tantísima tristeza.
La mañana del sepelio era tan tibia y vidriosa que cada uno, desde su comitiva, pensó que jamás hubiera imaginado así aquel día.
El coche fúnebre que cargaba con el cuerpo de Asterio Pardo se detuvo frente al nicho cuarenta y cinco, unos minutos después lo hizo frente al cuarenta y siete el coche que traía los restos de Alicia Sánchez.
Las miradas de los viudos se encontraron en un momento de vacío y se tendió entre ellos un puente de compasión.
Y como el puente ya estaba tendido asistieron al cierre de los nichos desde una inesperada complicidad.
Con un aturdimiento que se prolongaba varias horas, les pareció a ambos que de repente enterraban a otros, a extraños, que la compañía que se estaban ofreciendo a veinte metros era la del mismo dolor.
Y en ese preciso instante comenzaron a amarse. Y desde ese momento, sus difuntos comenzaron, celosos, desde la tumba a hacerles señas con las manos, apremiándoles, temiendo ya el abandono tras el funeral, la llegada de la tarde, la primera noche en el cementerio.
Desde ese día Álvaro y Mercedes, aún sin dirigirse la palabra, establecieron un acuerdo invisible para visitar las tumbas los mismos días y a las misma horas. La primavera de azahar les trajo nuevos impulsos.
Álvaro, cuarenta días después de haber enterrado a la mujer de su vida, se despertaba de un brinco todos los martes y jueves, oliéndose aromas preciosos por las venas.
Mercedes Cuna sentía un hormigueo en las entrañas cuando veía amanecer los jueves y los martes.
En el cementerio manchado de claroscuros se estableció desde entonces una competencia de flores. Los ramos que Álvaro Lagos colocaba en los vasos de la tumba de Alicia Sánchez eran flores pensadas para Mercedes Cuna. Dejaron de ser lirios y crisantemos para volverse rosas rojas, claveles y ramilletes de lavanda. Mercedes, para que no pareciera, más por resistencia femenina que por luto debido, lo que de verdad estaba siendo, encargaba coronas mortuorias, aunque se estaba muriendo de ganas por traer flores enormes y hermosas para poner en la tumba de su difunto y que Álvaro entendiera. Álvaro entendió de todas formas.
Cuarenta y nueve días después de las muertes, Mercedes le enviaba a Álvaro flores multicolores en las coronas y él se sintió tremendamente dichoso. Los únicos encuentros en esos seis años se habían llevado a cabo de la misma manera: sin mediar palabra, con miradas furtivas. Con flores. Con flores distintas, de mil nombres, con cintas en las coronas que escribían recados de amor.
El día del presentimiento, Álvaro supo que debía romper algo de aquella rutina de círculo. Por eso, cuando apareció Mercedes con la corona él, en lugar de poner las rosas azules en el vaso de la lápida de Alicia, se acercó a ella con reverencia de caballero. Entregó las flores a Mercedes que sonrió pidiéndole disculpas por no ponerle la corona fúnebre al cuello.
Y en un momento de vacío, se tendió en sus miradas un puente de amor edificado con la certeza de que había que hacer algo urgente, de que había que soltar anclas para que el tiempo se detuviese y nunca llegase el destino. Decidió invertir el orden de sus presentimientos y si primero había de morir el amor y luego él, se dispuso a morir él antes que su amor.
Se excusó un momento y se ocultó detrás de un los nichos. Allí sacó un revólver y se apunto a la sien mirando con tristeza la sombra de Mercedes confundida entre los claroscuros de los cipreses. Y disparó. La negrura del destino que Mercedes Cuna había descubierto instantes atrás se le vino en cascada de cuchillos sobre el alma. Y pensándose viuda por segunda vez corrió hacía donde Álvaro Lagos iba desparramando sus recuerdos en forma de sangre por el suelo. Sabiendo lo que debía hacer tomó un bolígrafo de la chaqueta de Álvaro y en un trozo de papel escribió: “quiero ser enterrada en el mismo ataúd que Álvaro Lagos”. Apretó el papel en su puño izquierdo y con la derecha tomó el revólver.
Asterio y Alicia dejaron de hacerles gestos de invitación. Sus manos crispadas en el nicho revelaban ahora una especie de celos de ultratumba.
Mercedes y Álvaro, dentro de un ataúd espacioso, una cama de matrimonio con dosel de ébano, comenzaron a disfrutar de su compañía en el momento mismo del entierro.
No sintieron ninguna tristeza la primera noche lejos de las luces de la vida. Y disfrutaron los primeros meses de su cuerpo en descomposición.
Muchos años más tarde continuaban acariciando la blancura calcárea de sus huesos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Hoy llueve todo el cielo. Un gran espacio, una hecatombe de gotas y ráfagas de calderos de agua y color gris se ha hecho propietaria del mu...