domingo, 8 de febrero de 2015

Estaba aquí, allí, calva, blanca, rubia, con un lunar como la luna. Yo la llevaba al aire como la luna el lunar junto a la boca blanca, su cielo su partícula, su  lluvia siempre junto al alma de los cinco al costado de su luna el lunar junto a la boca.

Y era, es, tan azul como su ceño a veces, con la zapatilla y la sonrisa añadida como un clavel entre los labios de cera roja al maquillaje cerca siempre del espejo. Y tuvo que expatriarse como lo hacen de flower en flor al viento sus alas ultimas y dulces desde el centro hasta el mar.

Mil veces su lunar blanco de la boca se revienta de cristal junto al alma de ese mismo trayecto en la península, como las rutas azules se recorren y su aliento ya no alienta llueve amarillo crisantemo de los ojos.

Que llueve cien mil lluvias, llueve vidrio negro desde entonces y se rompe la tetilla del pecho izquierdo donde bat le cœur (que a veces no me late, que ante tanta magnitud se ha producido una hecatombe de grillos negros de luto y blancos. Blancos de tela y suelo bajo la piel sagrada de tu cuerpo naciente en el sofá pelusa eterna de los muertos bajo los muebles más sorprendentes.

Mother.

Superpuebla el planeta desde donde dicen que te fuiste al universo en forma de estrella, que yo te compro el rabo y la estela para que seas cometa que regrese periódicamente.

Mírame desde la nada o donde el cielo del Padre Eterno, pero mírame algún rato.

No sé cuáles son las cosas qué sé, la fe se transubstancia en vuelo inútil de drama que el universo entero desconoce, que sólo existe en el pensamiento de algunos gorriones muy escogidos.

Ya te recuerdo estirando de los otros con una soga de hiedra, ya te recuerdo protegiendo del granizo a las golondrinas en los cestos.

Me quitabas el espanto a las tormentas con una sola palabra y el santabárbara clamado bajo el estallido solemne de toda la montaña amarilla de los agostos prenavideños. Allí en diciembre me formulabas aquella orgía de musgo y figuritas que olían a un ámbar de plástico y licor de dioses. 

No creía en ningún dios entonces sólo en ti y así lo hice. Dios existe, decías, pues bien, Dios existe, sólo si eres tú quien me lo dice. Y toda la casa era entonces asaltada por ti de espumillón y bolas verdes donde se destellaba un mundo abombado, convexo, en el que entraban las cosas, los objetos, los muebles en oblicuo y tu lunar, de lana para el invierno, junto a la boca.

Dios existía porque tú me lo jurabas y sólo por eso dios amaneció un día en mi pecho de la tetilla izquierda, niño católico.

Junto a la santísima siempre virgen maría me vestías las camisetas blancas rezando y quitando pulgas, agosto amarillo y rojo perdido entre los altares de un todoelmundoentero entre chopos y yaldes que me mostrabas con amor de árbol y corazón de olivo para que pudiera ingresar en el planeta de tus ríos y tus umbrías con el mismo amor de cerezo con que tú venerabas la vida.

No hubo marisopla que volase sin ese consentimiento que le dabas al campo para que se extendiese sobre la llanura.

Vuelve un segundo, alguna vez vuelve, vuelve ya que aquí te esperaré para contarte novedades.

Vuelve y déjame tocar mientras cuento hasta diez tu mano de mimbre, tu lunar de labios.

Vuelve y úsame como tú quieras para acariciar siempre, aunque sólo sea el tiempo que tardase en irse tu fantasma, tu calavera de nácar.

Y tus suturas rubias.



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