domingo, 22 de febrero de 2015

Se precipitaban jubilosas, alborozadas, ruidosas, por el bulevar  las damas del Romanticismo. Al viento sus faldones de tul, mostraban las enaguas a los diplomáticos transeúntes que trataban de fijar en la memoria la visión magnífica de sus tobillos de porcelana maoísta. La brisa del mar les arremolinaba el pelo en torno a pensamientos fugaces, a sueños con aguaceros de estrellas, alrededor de planes inconfesables con sus caballeros para ser cumplidos con sus cuerpos sobre divanes y alfombras.

La avenida se había transfigurado en un estruendo de voces. Ondas agudas como los bordes de un cristal, como el frío de las mañanas de febrero. 

Corrían de la mano, a tapar la calle que no pase nadie. Los visillos de detrás de los balcones se cubrieron de ancianas que debatían entre ellas (santiguándose) sobre la confusa moralidad de las damas del Romanticismo que, a esa hora, eran un rebaño de musas invadiendo la ciudad con sus grititos celestiales.

Fue al girar a la izquierda para continuar con su algarabía por una calle paralela cuando se tropezaron con ese círculo rojo, con esa espeluznante banda blanca dentro de la circunferencia bermellón que les negaba el paso, que le negaba el acceso, que les impedía la misma vida, los sueños fugaces con sus caballeros, con su misma vida.

El SAMU no dio abasto con tantas sales para recobrarlas de su desmayo, allí, todas caídas sobre la avenida, como hojas de octubre.

Pobres. Pobres damas del Romanticismo. 



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