Ya había ido a ver la película en
el cinematógrafo de su parroquia y le cautivaba la ensoñación de dormir con
Vivian Leigh y Clark Gable besándose eternamente en su mesilla de noche. Se
compró el libro en un mercadillo de estatuillas de latón, lectores de vídeo del
siglo diecinueve, lámparas de caireles borrosos, libros erosionados y amarillos.
No lo leía. Ni siquiera lo
ojeaba. Le bastaba con a su lado para acostarse cada noche pensando la misma
frase (algo que hizo hasta que se fue a recorrer los Mares del Sur, a los
noventa y tres años con un marinero noruego tatuado de anclas y noráis).
La frase, claro: mañana será otro día.
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