Bailaba como un arlequín alrededor de las palabras más inadecuadas. Cuando encontraba una, la más desafinada, la menos parecida a un río, por ejemplo, o a una chopera junto a un arroyo, la subrayaba en el diccionario y en esa página se removían demonios, por ejemplo, o serpientes, por ejemplo, o medusas, por ejemplo.
Amaba encontrar palabras duras, que abofeteasen el oído, que atentasen contra el buen gusto. En un posit las pegaba en los espejos, en las alacenas, en los llaveros. No quería escribir ni mariposas ni extenderse en botánicas. No quería cultivar esa dulzura que hace que las damas del Romanticismo encorven el cuello con languidez.
Aquella noche de octubre escogió la más dura, la que contaba con más aristas en sus ángulos y se la puso a su dama sobre el escritorio.
No tardaron en casarse.
Y es que a las damas del Romanticismo, aunque se desmayen, les gustan los escritores que escriben sobre temas poco apropiados para las damas del Romanticismo.
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