martes, 27 de enero de 2015

Trabajaba en aquella factoría iniciando caminos. Ese era su puesto, era su función en el organigrama de la empresa, su dedicación exclusiva.

Recibía dinero por cada espacio recorrido en los senderos, dependiendo de la dureza del suelo, de la cantidad de sol, de la humedad de las sombras, de la amabilidad de los paisanos.

Si había que saltar algún arroyo empedrado recibía tres veces la retribución de, por ejemplo, un riachuelo arenoso.

La fuerza que le empeñaba en realizar su trabajo, más que el dinero, mucho más que el dinero, consistía en el anhelo remoto, en la sospecha de que quizá, al girar algún risco, volvería a encontrarse con aquella mujer que vio una vez tendiendo sábanas en un balcón y que le miró con unos ojos que le prometían amanecer a su lado de la mano hasta el final de los tiempos, e incluso el mes siguiente del final del mundo.



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