martes, 2 de diciembre de 2014

El atardecer se sonrojaba, el aire era lirio tremendo, crisantemo gigante el sol se ponía trastocado en madera, azúcar ahumada, desgraciado caramelo. Él ansía perforaba las manos como cascabeles. Así era la tarde. Nieves petulantes, horquillas de fuego en el cabello de las niñas, aire untado de barro, granizos perpetuos, soledad en las marismas, labios en fracaso, derrotas en los jardines. La mitad del aire se ha encogido, así era la tarde. Negras sombras de flor desfilaban por el cielo, suelos fúnebres. Temblaba de de desesperanza el pelo. Así era la tarde. Pero el umbral se encendió. Ojos nuevos. La voz de tierra o lesión tenía un nuevo nombre que nombrar a mis oídos. De nuevo un rayo sin plata. Cobijadme otra vez santas estrellas. A mis bocas, a mis manos. La sangre voló en cascadas al cerebro, navegó sobre mí su nueva imagen. Nueva letra, nuevo espejo donde ver las estrellas. Mujer entonces reciente como recientes cosechas de estancias, de rincones revueltos. Hembra de diamante. No hubo más que fiesta entre mis dedos, me preguntaron ese día las rosas el por qué de mis brazos extendidos. Perfume en todas las brisas. Aire brillante. Noche de alma. 


Al verla todo el camino estrecho sintió cómo crecían rosas de labios en sus huellas.


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