Hay momentos en la vida de una dama del Romanticismo en que ocurren movimientos sísmicos. Y cuando eso sucede se ocultan horripiladas en el breve espacio que se abre entre el suelo de su alcoba y el somier de su cama. Y allí esperan, como un hurón en su cobijo, a que finalice la hecatombe.
Ese mismo día, y por la tarde, como piensan (en su bien instruida ignorancia) que los terremotos son lamentos del planeta, se acercan llenas de ternura a la montaña más idónea que encuentran por allí cerca y posan su mano sobre el granito mientras le dicen a la roca “ya está, piedra mía, que no tiemble más esa substancia de la que estás construida”.
Sus acompañantes, cuando les ven hacer eso, encienden un cigarrillo y suspiran entre las bocanadas.
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