martes, 7 de julio de 2015

En millonésimas de instante renunció a la cordura de proteger antes que nada su propia vida de joven estrepitoso y sublime. Y al ver la forma tan sinusoidal de sacudir los brazos pidiendo aire y socorro, se enamoró en el tiempo que dura un relámpago. 

Su voz aterrorizada le llevó al sonido de miles de tequieros aún por ser pronunciados. Vio cómo el pelo se le confundía azul y blanco con la cresta de la resaca, bailando al compás del fin del mundo, cercana a una muerte tan segura como los teoremas que hablan de triángulos. 

Y sabiendo que era un nado sin retorno, se disparó a si mismo hacia el agua para hundirse con ella, observados por los ojos milenarios de los besugos, por los pozos que guardan los tiburones en la mirada.

La quiso abrazar y lo hizo, en medio de aquel tornado de agua, enlazados los brazos se miraron sin aire en los pulmones sabiéndose ya los dos en la última mirada que se le da a la vida.

Se amaron sin oxígeno. Se amaron con la sabiduría y la certeza de saber que ese sí, que ese iba a ser por fin un amor hasta la muerte, y hasta más allá incluso, porque iban a ser el comentario del día siguiente de todos los mariscos que habitan en el fondo del agua.



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