Quería que todos los peatones, al pasar por su puerta, se detuvieran a mirar aquel recipiente de luz, el continente de aquel espejo que tantas mañanas había devuelto las miradas de su mirada, el rubor de sus labios, la insolencia de sus mejillas.
El vidrio del espejo no.
Lo trizó en diez mil trozos cuando le dijeron que había muerto.
No quiso ver su cuerpo. De ninguna manera quiso verlo.
Su puerta se convirtió en el santuario de peregrinación de todos los amantes que quisieran mirarse en aquel hueco vacío (un sortilegio limpio, un amarre sin magia oscura).
Un contagio de todo el amor con que él la contempló todos los tiempos de su vida.